Los acuerdos entre España y el Vaticano de 1979: O la pervivencia de privilegios anacrónicos
La Iglesia Católica tuvo un papel fundamental en la construcción del Estado franquista |
La Iglesia
Católica ha mantenido una serie de prerrogativas y privilegios
económicos que, a fecha de hoy, resultan tan anacrónicos como
inaceptables.
Cuando el pasado 28 de septiembre los votos de los concejales del PP, PSOE y CHA en el Ayuntamiento de Zaragoza
impidieron la propuesta de modificación del Reglamento de protocolo,
ceremonial y distinciones de la corporación de la capital aragonesa
planteada por Zaragoza en Común (ZeC), grupo al que pertenece el alcalde
Pedro Santisteve y, de este modo, se mantenía en dicho Reglamento la
obligatoriedad de los concejales de asistir a los actos religiosos
católicos relevantes en la ciudad de Zaragoza, volvía a ponerse sobre la
mesa el tema de la necesaria y nunca alcanzada laicidad de las
instituciones públicas en España, una cuestión pendiente, todavía, en
nuestra democracia aconfesional. Y es que no sólo carecemos de un
Estatuto de Laicidad, sino que, por el contrario, la Iglesia Católica ha
mantenido una serie de prerrogativas y privilegios económicos que, a
fecha de hoy, resultan tan anacrónicos como inaceptables.
Vistos en
perspectiva, dichos acuerdos resulta obvio que son excesivamente
complacientes y generosos con la Iglesia Católica a pesar del indudable
peso histórico e implantación social de la misma en España. Temerosos
del poder fáctico que tanto la Iglesia como el Ejército representaban,
temerosos de la actitud de ambos ante la joven democracia, el entonces
Gobierno de la UCD de Suarez los intentó contentar de muy diversas
maneras para evitar su posible hostilidad hacia las instituciones
surgidas de la Constitución de 1978. Y es que todavía se recordaba la
estrecha connivencia de la Iglesia con el régimen franquista, los
atronadores alegatos Guerra Campos, el obispo ultramontano de Cuenca en
la TVE del régimen, o la poderosa influencia de Cantero Cuadrado en las
instituciones de la dictadura, en las Cortes franquista o el Consejo
del Reino.
Ahora, 36 años
después, parece obvio que dichos acuerdos resultan anacrónicos en una
democracia asentada y madura y, en consecuencia, requieren, cuando
menos, una profunda revisión si no su completa derogación, aunque esto
último resulta harto improbable puesto que el PP nunca lo hará y el PSOE
sólo lo plantea cuando se halla en la oposición pero ha sido incapaz de
dar pasos en este sentido durante los 21 años que ha detentado el poder
España con los Gobiernos de Felipe González primero y de Rodríguez
Zapatero después.
En el caso
concreto de los acuerdos económicos, “los más subterráneos y
desconocidos por la sociedad civil” según Luis Manglano, que al igual
que los anteriores fueron firmados en la Ciudad del Vaticano el 3 de
enero de 1979 por el entonces ministro Marcelino Oreja Aguirre y por el
cardenal Giovanni Villot, reemplazaban al vetusto Concordato de 1953 y
los componen tan sólo 7 artículos y un Protocolo Adicional.
Posteriormente, tras su aprobación por las Cortes Generales, sería
ratificado por el rey Juan Carlos I el 4 de diciembre de 1979.
De entrada, se
señala que “la revisión del sistema de aportación económica del Estado
español a la Iglesia Católica resulta de especial importancia” hasta el
punto de instar a que “El Estado no puede ni desconocer ni prolongar
indefinidamente obligaciones contraídas en el pasado”. De este modo, en
artículos sucesivos, quedará patente el generoso trato de favor que,
desde 1979, recibiría la Iglesia Católica en la nueva legalidad
constitucional.
Especial
interés tiene el artículo 2, relativo a la financiación eclesiástica, se
señala que“El Estado se compromete a colaborar con la Iglesia Católica
en la consecución de su adecuado sostenimiento económico”. Para ello,
transcurridos tres ejercicios completos desde la firma, se indica que el
Estado “podrá asignar a la Iglesia Católica un porcentaje del
rendimiento de la imposición sobre la renta o el patrimonio neto y otra
de carácter personal, por el procedimiento técnicamente más adecuado”.
No obstante, hasta que se aplique este nuevo sistema, basado en la
manifestación expresa de los contribuyentes en asignar a la Iglesia la
aportación correspondiente consignada en su IRPF, el Estado se
compromete a consignar en los Presupuestos Generales del Estado (PGE)
“la adecuada dotación” a la Iglesia, la cual tendrá “carácter global y
único, que será actualizada anualmente”. Observemos el trato de favor
que se concede a la Iglesia: hasta que ésta no logre su autofinanciación
vía consignación voluntaria de los ciudadanos en su declaración del
IRPF, se garantiza, por parte del Estado, una “adecuada dotación”, en
consecuencia sin recortes, en los PGE, cantidad, que, se garantiza, será
actualizada anualmente y que, por ello, estará exenta de recortes
independientemente de cuál sea la situación de las arcas públicas, una
garantía que nunca se ha aplicado a la salvaguardia de los servicios
públicos ( educación, sanidad, asistencia social y pensiones) en estos
aciagos tiempos de crisis económica.
En
consecuencia, a pesar de indicarse que el propósito de la Iglesia es
“lograr por sí misma los recursos suficientes para la atención de sus
necesidades”, esto es, su autofinanciación, ésta, a fecha de hoy, sigue
sin lograrse y, por ello, corre en buena parte a cuenta de los PGE que,
en este aspecto, como hemos dicho, está exento de recortes
presupuestarios pues cuenta con la garantía de su actualización anual.
Por ello, 36 años después, seguimos sin lograr la deseable
autofinanciación de la Iglesia Católica, como ocurre en otros países
democráticos de nuestro entorno como es el caso de Francia, donde su
Constitución de 1958 la define como una “República, indivisible, laica,
democrática y social”, y en donde la Iglesia se autofinancia desde hace
110 años, desde que la Ley de 9 de diciembre de 1905 dejó claro que “El
Estado no reconoce, ni paga ni subvenciona ningún culto”. Por ello, y
lejos de toda animadversión hacia el espíritu y las prácticas
religiosas, en relación a este tema, recuerdo el hermoso texto que leí
en un monumento de la ciudad francesa de Vendôme y que decía: “La
laicidad: no se ha inventado nada mejor para vivir juntos”.
Pero volvamos a
España. Además de la financiación a cargo de los fondos públicos, los
Acuerdos de 1979 conceden a la Iglesia toda una serie de exenciones
tributarias, recogidas sobre todo en el artículo 4, como es el caso de
la “exención total y permanente” de la Contribución Territorial Urbana,
el actual IBI, de sus edificios, exención que se hace extensiva a los
impuestos reales o de producto sobre la renta y sobre el patrimonio.
Igualmente, se le concede la exención total de los Impuestos sobre
Sucesiones y Donaciones y Transmisiones patrimoniales en aquellos de sus
bienes que se dediquen al culto, al sustento del clero, al “sagrado
apostolado” y al “ejercicio de la caridad”. Finalmente, se le reconoce a
la Iglesia la exención de contribuciones especiales y de la tasa de
equivalencia.
A todas las
exenciones fiscales anteriores, en el artículo 5 se contemplan también
beneficios fiscales para las asociaciones y entidades religiosas no
comprendidas en el artículo anterior que se dediquen a actividades
religiosas, benéfico-docentes, médico-hospitalarias o de asistencia
social.
Además de lo
dicho, el Protocolo Adicional vuelve a incidir en que la asignación
presupuestaria será una dotación global fijada anualmente en los PGE y
señala, también, que se fijarán de común acuerdo los conceptos
tributarios en los que se concretan las exenciones. Y, a modo de
garantía, se deja constancia de que, “Siempre que se modifique
sustancialmente el ordenamiento jurídico-tributario español, ambas
partes concretarán los beneficios fiscales y los supuestos de no
sujeción que resulten aplicables de conformidad con los principios de
este Acuerdo”. Por si alguna duda quedaba del trato de favor que
impregna todo el texto de los Acuerdos del 3 de enero de 1979.
A este cúmulo
de privilegios y exenciones tributarias, se sumaría, años más tarde,
durante el Gobierno Aznar, la Ley 49/2002, de 23 de diciembre, de
Régimen fiscal de las entidades sin fines de lucro y de los incentivos
fiscales al mecenazgo, que hacía extensiva a la Iglesia Católica todos
los beneficios aplicables a este tipo de entidades sociales y ONGs. De
este modo, como si de un auténtico regalo de Navidad se tratara, dicha
ley completaba el círculo de las exenciones tributarias de las cuales
disfrutaba la Iglesia Católica, la cual, en la práctica, parece
disfrutar, al margen de su labor espiritual y social, de un un auténtico
paraíso (fiscal) en la tierra.
Así las cosas,
varias reflexiones debemos de tener en cuenta. En primer lugar, una
cuestión esencial: la democracia española debe defender el principio de
laicidad, el cual se sustenta en la libertad de conciencia de sus
ciudadanos y en la neutralidad del Estado en materia religiosa. En este
sentido, resulta muy acertado el análisis de Dionisio Llamazares,
catedrático de Derecho Eclesiástico, quien recientemente señalaba que,
en España, “hemos convertido, a través de los Acuerdos, a la Iglesia
Católica en co-legisladora” y, ejemplo reciente de ello fue la campaña
eclesiástica lanzada durante el Gobierno Zapatero contra la asignatura
de Educación para la Ciudadanía o la más reciente imposición por parte
de la Conferencia Episcopal de la materia de religión en el currículo de
Bachillerato con el servil asentimiento del ministro Wert. Ello es otro
ejemplo de que“El Estado español ha renunciado a su soberanía
legislativa sobre la regulación de derechos fundamentales, por ejemplo
la libertad de conciencia”. Por ello, según Llamazares resulta
necesaria una modificación sustancial, tal vez una derogación de los
Acuerdos de 1979 puesto que ningún Estado democrático puede enajenar su
soberanía en materia de derechos fundamentales a favor de una comunidad
religiosa. En consecuencia, resulta acertada su propuesta de que la
nueva función de los Acuerdos se reduciría a la consulta por parte del
Estado cuando éste fuera a legislar en asuntos religiosos.
Entre los
numerosos déficits democráticos de los que adolece nuestra sociedad, se
halla la ausencia de un Estatuto de Laicidad, algo que debió de ser
tarea y deber del PSOE durante sus años de Gobierno, pero que nunca tuvo
el coraje político de impulsar. Habían olvidado el Dictamen de la
Ponencia encargada de elaborar, en el congreso extraordinario del PSOE
de 1931, el programa que los diputados socialistas deberían llevar a las
Cortes Constituyentes de la II República y que, en su Apartado Sexto
decía textualmente que los socialistas debían: “Afirmar la independencia
confesional del Estado, la libertad de todos los cultos y la
imprescindible necesidad de que, en el plazo más breve posible, los
fieles sostengan económicamente sus respectivas iglesias”, además de
reafirmar el “sometimiento de las comunidades y órdenes religiosas al
derecho político, civil del Estado”. En consecuencia, defender la
identidad laica de la democracia española no supone, ni debe
interpretarse, como una actitud antirreligiosa sino como el deseo de
lograr una necesaria y plena separación de la Iglesia y del Estado, lo
cual supone, en definitiva, seguir el mensaje evangélico de “dar a César
lo que es de César y a Dios lo que es de Dios”.
Constatado que
el pensamiento laicista parece claramente deficitario en la sociedad
española, otra cuestión esencial cuando se trata el espinoso tema de los
asuntos económicos de la Iglesia española. Bien acertado iba Cervantes
cuando puso en la boca de Don Quijote aquella frase de “Con la Iglesia
hemos topado, amigo Sancho”. Y seguimos topando pues en esta materia, en
este auténtico paraíso fiscal en donde parece instalada, el magistrado
Luis Manglano recordaba algo tan obvio como que “no hay Estado social de
derecho sin solidaridad tributaria” y ello resulta especialmente grave
en esta época de crisis, recortes y austeridad en la cual, la Iglesia,
pese a su innegable labor social y asistencial, dadas las exenciones de
que disfruta, no ha contribuido en materia fiscal, más aún, sigue
recibiendo unos ingresos anuales garantizados por parte del Estado, algo
que el resto de los servicios públicos estatales no tienen tan seguro.
Esta falta de
solidaridad fiscal queda patente en el caso de las ingentes pérdidas de
recaudación del IBI de los municipios españoles ante la exención que
disfruta la Iglesia con relación a este impuesto que, en el caso de los
inmuebles que dedica a actividades lucrativas, resulta legal y
socialmente inaceptable. Como tampoco resulta de recibo que, tras
invertir el Estado o las Comunidades Autónomas ingentes cantidades de
dinero en la restauración de edificios religiosos, cuando éstos se abren
al público, la Iglesia cobre una entrada, se quede con unos ingresos
por los que no tributa y, por ello, el ciudadano ha pagado por partida
doble: primero, con sus impuestos, luego con la entrada. Ahí tenemos el
ejemplo de la catedral de la Seo de Zaragoza que, tras 20 años de
restauración, tras una tan costosa como brillante restauración, sólo se
puede visitar previo pago, al igual que otros muchos edificios
religiosos de toda España.
Como decía el
añorado Luis Gómez Llorente, la revisión de los acuerdos con el Vaticano
era “absolutamente imprescindible”, como lo era la defensa del
laicismo, tanto en cuanto ello significaba la auténtica libertad de
conciencia y autonomía moral. Y añadía: para que todos los ciudadanos
seamos iguales, no debe haber confesionalidad y ello no significa
hostilidad hacia la religión, aunque se critique (justificadamente) al
alto clero.
Por todo lo
dicho, los Acuerdos de 1979 son anacrónicos, atentatorios contra la
soberanía legislativa de cualquier Estado democrático moderno e
insolidarios fiscalmente.
José Ramón Villanueva Herrero | nuevatribuna.es
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