Necesitamos un Estado laico
Laicismo
es otra de esas palabras denostadas por la credulidad casposa. Sucede lo
mismo con otros términos como ateo o hereje. Los creyentes afirman que
el laicismo es el cáncer del espíritu de una nación secularmente
creyente. Sin el espíritu cristiano católico no se puede entender España, ni siquiera Europa,se atreven a proferir. El lenguaje emocional que impregna la creencia tiene esas cosas y de momento consigue lo que quiere.
Curiosamente no sucede lo mismo con el
término derivado, el sustantivo-adjetivo “laico”, que viene a ser el
creyente cumplidor, comprometido con su fe y entregado, pero que no ha
recibido órdenes religiosas.
En un estado moderno que ha evolucionado
desde la época de los estados personalista, dominados por la creencia
predominante hasta hoy, es preciso reivindicar el estatus real con las
consecuencias derivadas, no sólo el nombre, de “estado laico”. Hablamos,
por supuesto, de estados desarrollados, que han evolucionado y
progresado.
Si bien dentro del catolicismo y el
protestantismo el universo crédulo, mal que bien, va admitiendo tal
situación, no sucede lo mismo en aquellos países donde impera la
“sharia”. Éstos son otra cosa. Realmente nacieron en el año 622, con lo
que se expanden por el mundo con seis siglos de retraso. Y ése es el
retraso que soportan los países que los sufren.
Reconocido el estatus de
aconfesionalidad en la Constitución, no sucede así en la práctica. Es un
hecho y por lo tanto no sujeto a interpretación, que la sociedad se va
instalando en una situación fáctica de laicidad. Hoy la inmensa mayoría
está dando de lado prédicas, criterios, actos y celebraciones
religiosas. Prescinden. No sólo los desafectos, también los por ellos
mismos considerados creyentes, que decaen en número a pasos agigantados:
sus prácticas en otro tiempo públicas, hoy están recluidas en los
centros apropiados para ello, los templos. Ése es su espacio y el
espacio que les corresponde.
No sucede así con el Estado. Multitud de
actos donde coinciden rituales estatales y públicos se ceden a la
parafernalia religiosa. Aquella “cooperación” con la Iglesia Católica de
que habla el texto constitucional se ha entendido, y llevado a la
práctica, como una especie de cesión de derechos. Hay una mezcolanza de
lo privado y lo público, hay un mantener usos y costumbres del pasado en
todas las esferas rituales estatales. Parecería que el Estado no puede
prescindir de hábitos adquiridos o considerados patrimonio del pueblo.
Como decimos, es una suerte de confusión
que debiera considerarse como cesión ante la estúpida postura política
considerada como correcta que cede a la reivindicación y a yugos del
pasado, una situación reaccionaria frente al espíritu de la
Constitución.
El caso más llamativo es el hecho de que
exista un arzobispado castrense, un servicio religioso católico para
las fuerzas armadas, miembros del clero con grados militares e incluso
su templo “ad hoc”, la catedral de las Fuerzas Armadas, donde el párroco
tiene el grado de coronel y el sacristán soldado. Es una forma de que
la Iglesia esté dentro de las estructuras del Estado, ése que en teoría
es aconfesional. ¿Cómo casa este hecho con la afirmación constitucional
de que “ninguna confesión tendrá carácter estatal”?
Afirmamos rotundamente que sin
“laicidad” no hay estado democrático, donde todos son iguales, son
tratados con el mismo rasero y tienen igual consideración. Sin laicismo
no tienen amparo los derechos fundamentales de libertad y justicia que
una democracia libre protege y defiende. A decir verdad, no se trata
sólo de hechos, es más importante la presunción que los animas.
El verdadero espíritu de cualquier
religión es dominar, imponer su férula autocrática y sus leyes: ésa es
la enseñanza de la historia y ésa la práctica en nuestros días. De ahí
la prevención hacia las religiones; de ahí la necesidad de que el Estado
no sólo se mantenga sino que las mantenga al margen.
Preciso es que las religiones sean
consideradas como sociedades de creyentes. No otra cosa son. Cuando no
es así, todo son concesiones, componendas, arreglos, acuerdos, pactos o
concordatos. Eso es nadar y guardar la ropa y transigir.
El laicismo es el parapeto único contra
la aberración que suponen los fundamentalismos religiosos y contra el
virus de totalitarismo que llevan en su vientre, el totalitarismo de
pregonar que su verdad es la única verdad y que nada de lo que afirmen
los jerarcas puede ser sometido a juicio o ser discutido.
No es que la democracia sea la panacea
universal donde todos los bienes sociales y políticos se encierran, pero
nos quedamos con la tópica afirmación de Churchill frente al pronóstico
vislumbrado por G. Orwell ya confirmado por nuestro propio pasado y por
lo que vemos en medicinas islámicas.
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